1.
“Abbá”.
Jesús –el Hijo de Dios que vino al
mundo– nos trajo una palabra nueva e inaudita para invocar a Dios: la palabra “Abbá”,
es decir, “Papá”.
En el idioma arameo que Jesús hablaba, la palabra “Abbá”
tenía su origen en el lenguaje de los niños más pequeños. Los primeros
balbuceos de un niño eran “abbá” e “immá”, es decir, “papá” y
“mamá”.
Este modo de invocar a Dios no se
encuentra en ninguna parte antes de la llegada de Jesús. Ni siquiera se
encuentra en el Antiguo Testamento, en el cual Dios comienza a revelarse a la
humanidad. Porque para la religiosidad judía era una falta de respeto
inaceptable dirigirse a Dios con una palabra tan sencilla e infantil. Por eso,
usar la palabra “Abbá” para invocar y designar a Dios, es una novedad
absoluta que nos trajo el Hijo de Dios. Profundicemos, entonces, un poco más en
lo que esta palabra significa.
2. El Papá
y su Hijo.
En primer lugar, este modo de dirigirse a Dios como “Abbá”, nos revela la relación
única que Jesús mismo tiene con su Padre:
“Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y
haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo
me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así
como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los
aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y
humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi
carga liviana».” (Mt 11, 25-30).
Jesús tiene el conocimiento pleno del Padre y nos lo revela
a nosotros... si somos “pequeños”. Y, porque Jesús es el Hijo, puede también prometernos una alegría profunda
que nos permita
superar nuestros dolores y fatigas... si lo imitamos a Él, que
es “humilde de corazón” como un niño.
Esta palabra “Abbá” nos
muestra, también, que Jesús se dirige al Padre con la confianza, ternura e
intimidad que un niño pequeño tiene con su papá.
Y, en la hora más difícil de la vida
de Jesús, la invocación “Abbá” también significa la entrega total y
amorosa del Hijo en los brazos de su Padre, aceptando el dolor de la Cruz
para la salvación de los hombres:
“Llegaron a una propiedad llamada Getsemaní, y
Jesús dijo a sus discípulos: «Quédense aquí, mientras yo voy a orar». Después
llevó con él a Pedro, Santiago y Juan,
y comenzó a sentir temor y a angustiarse. Entonces les dijo: «Mi alma siente
una tristeza de muerte. Quédense aquí velando». Y adelantándose un poco, se
postró en tierra y rogaba que, de ser posible, no tuviera que pasar por esa
hora. Y decía: «Abbá –Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz,
pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya».” (Mc 14, 32-36).
“Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y
la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El velo del
Templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró.” (Lc 23, 44-46).
Y el Padre recoge amorosamente esta
oración de su Hijo y le responde con la Resurrección:
“Nosotros les anunciamos a ustedes esta Buena
Noticia: la promesa que Dios hizo a nuestros padres, fue cumplida...
resucitando a Jesús, como está escrito en el Salmo segundo: Tú eres mi Hijo;
yo te he engendrado hoy.” (Hch 13, 32-33).
3. El Papá,
el Hijo y nosotros.
Jesús nos comunica su modo de relacionarse con su Padre. Cuando Jesús nos enseña el “Padre nuestro” como oración confiada
de los hijos, nos permite algo inaudito: que los seres humanos, simples
creaturas de Dios, podamos dirigirnos al Padre con la misma familiaridad e
intimidad que tiene el Hijo.
Y, al llegar su Pascua, el Hijo nos hace también a nosotros “hijos
de Dios” por medio de la Nueva Alianza. Por eso, Jesús –ya resucitado– nos
llama “hermanos” suyos por primera vez cuando:
Jesús le dijo [a María Magdalena]: «...Ve a decir
a mis hermanos: «Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios,
el Dios de ustedes». (Jn 20,17; ver también Mt
28,10).
San Pablo es testigo de esta novedad
increíble de la Nueva Alianza, donde la experiencia de ser hijos de Dios es una
gracia del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones:
“Y ustedes no han recibido un espíritu de
esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos,
que nos hace llamar a Dios “¡Abbá!”, es decir “¡Padre!”. El mismo Espíritu se
une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si
somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de
Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con Él.” (Rom 8, 15-17; ver Gal 4, 4-7).
4. Tener un
“Dios-Papá” nos cambia la vida.
Jesús
nos revela que Dios es nuestro Papá y, por medio de su Cruz y su Resurrección, nos
hace hijos de Dios, también a nosotros. Si aceptamos la palabra del Hijo de
Dios y nos abrimos al Espíritu Santo que Él derrama sobre nosotros, nuestra
vida cambia totalmente.
1. El perdón de Dios nos hace
humildes y agradecidos. Saber que tenemos un “Dios-Papá” que nos recibe con
amor cuando volvemos a Él, nos da confianza para ir a su encuentro a pesar de
nuestros pecados:
“Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia
que me corresponde". Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días
después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano,
donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando
sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones...
Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!"... Entonces partió y volvió
a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se
conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó... El joven le dijo: "Padre,
pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo". Pero
el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y
vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el
ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba
muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó
la fiesta...” (Lc 15, 11-24).
2. La paz de Dios inunda nuestro
corazón. Pues tener un “Dios-Papá” con llena de confianza y de seguridad.
Jesús nos enseña esta confianza:
“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán;
llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca,
encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿Quién de ustedes, cuando su hijo le
pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pez, le da una serpiente? Si
ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el
Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!” (Mt 7, 7-10).
“No se inquieten por su vida, pensando qué van a
comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más
la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del
cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y, sin embargo, el
Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que
ellos?... No se inquieten entonces, diciendo: « ¿Qué comeremos, qué beberemos,
o con qué nos vestiremos?». Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El
Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan...” (Mt 6, 25-34).
3. La fe nos hace sabios. Jesús nos revela “cosas que estaban ocultas desde la creación
del mundo” (Mt 13,35). Los enigmas que siempre desvelaron la mente humana
–¿Cómo es Dios? ¿Qué es el hombre? ¿Qué sentido tiene la vida humana?– quedan
iluminados definitivamente ante la revelación que el Hijo de Dios nos trae:
Dios es nuestro Papá amoroso; el hombre es hijo de Dios; todos los hombres
somos hermanos; y la vida humana tiene un destino de comunión eterna de amor
con Dios y entre todos nosotros. Conocer todas estas cosas que el Hijo nos
revela, nos da una “sabiduría que viene de lo alto” (Sant 3,17), que
hace cambiar completamente nuestra visión del mundo:
“Mi deseo es
que se sientan animados y que, unidos estrechamente en el amor, adquieran la plenitud de la inteligencia en toda
su riqueza. Así conocerán el misterio de Dios, que es Cristo, en quien están ocultos todos
los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.” (Col 2, 2-3).
4. La esperanza nos hace fuertes. Saber que Dios es nuestro Papá nos da una fortaleza sobrenatural,
que nos permite soportar las pruebas de esta vida e, incluso, nos hace superar
el temor a la muerte. Por eso, los mártires cristianos morían y mueren con la
serena esperanza del inmediato encuentro con Dios, más allá de este mundo.
Jesús nos dice:
“Todo el que escucha estas palabras mías y las
pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa
sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los
vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba
construida sobre roca.” (Mt 7, 24-25).
“A ustedes,
mis amigos, les digo: No teman a los
que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más... ¿No se venden acaso
cinco pájaros por dos monedas? Sin embargo, Dios no olvida a ninguno de ellos.
Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros.” (Lc 12,4-7).[1]
“No se
inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay
muchas habitaciones... Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y
les haya reparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a
fin de que donde yo esté, estén también ustedes.” (Jn 14, 1-3).
5. El amor nos hace plenos. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Este
amor de Dios nos transforma profundamente. Por eso “el que vive en
Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo
se ha hecho presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él
por intermedio de Cristo.” (2ª Cor 5, 17-18a).
A su vez, este amor incondicional y universal que Dios
tiene por todos nosotros –que somos sus hijos– se transforma en modelo de
nuestro propio amor fraterno. Por eso Jesús, el Hijo de Dios, nos enseña –con
su palabra y con su ejemplo– a amar a todos como hermanos, incluso a aquellos
que nos hagan daño.
“Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo»,
lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su
izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».” (Lc 23, 33-34).
“Ustedes han oído que se dijo: "Amarás a tu
prójimo" y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos,
rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el
cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la
lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman,
¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan
solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los
paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en
el cielo.” (Mt 5, 43-48).
[1] Muchas veces –aquí anoto siete– Jesús nos enseña a no tener
miedo: Lc 5,10; 8,50; 12,32; Mt 8,26; 10,26; 14,31; 17,7.
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